ANSIEDAD
El cerebro humano evolucionó durante millones de años para responder a las demandas del entorno. Las demandas que el ambiente imponía hace millones de años son distintas a las de hoy. El antecedente humano conocido como Lucy, un Australopitecus Afarensis de hace 3 millones de años, necesitaba unas estrategias particulares de parte de ella para poder sobrevivir. A modo de ejemplo, supongamos el caso de que ella divisara a lo lejos algo de apariencia confusa, que bien podía tratarse de una roca color beige, o de un león. Las alternativas de interpretación aquí, serían dos: suponer que se trataba de un león, y huir corriendo, o suponer que se trataba de una roca beige, y no hacer nada. Supongamos que en ambos casos se equivocara. Es decir que: pensara que se trataba de una roca, cuando en realidad había un león, y pensar que se trataba de un león, cuando de hecho, había una roca. ¿De qué modo era más seguro equivocarse? Resultaba mucho menos peligroso que Lucy confundiera a la roca con un león, que equivocarse del modo inverso, es decir, pensar que había una roca, cuando lo que había era un león. En el primer caso, la consecuencia es que Lucy huyó, sólo para descubrir luego que en realidad no se trataba de algo peligroso. Entonces, la consecuencia fue que su ansiedad resultó innecesaria. En el segundo caso, en cambio, la confusión hubiese traído consecuencias letales, es decir, el riesgo de que Lucy fuera devorada por el león. Este ejemplo sirve para ilustrar de qué manera, ante la ambigüedad, es más seguro “preocuparse” que no preocuparse. Los riesgos de no preocuparse, y no salir corriendo, son mucho mayores que los riesgos de hacerlo injustificadamente. De nada importa estar tranquilos, si no se logra sobrevivir. El cerebro humano se fue entonces, modelando de acuerdo a este tipo de necesidades durante millones de años. Los seres humanos actuales hemos heredado esa predisposición a la ansiedad, también conocida como el mecanismo de lucha, huida o parálisis, el cual se activa frente a los peligros. Este mecanismo lo compartimos con otras especies animales, y es gracias a él que logramos sobrevivir como especie. Lo especial del cerebro humano es que podemos desencadenar la respuesta de ansiedad tanto frente a peligros reales (ej: un predador), como frente a peligros potenciales o imaginarios (ej: que me vaya mal en un examen). Se trata, entonces, de un mecanismo muy primitivo de nuestro cerebro, en el cual está principalmente involucrada una región llamada amígdala, responsable de emitir la señal de peligro y todas las reacciones concomitantes a él, tanto psicológicas como físicas.
El factor evolutivo, explicado arriba, sería uno de los factores predisponentes a la ansiedad. Además de aquél, existen factores llamados “precipitantes”, o desencadenantes, como podrían ser: cambios imprevisibles, ej: un ascenso en el trabajo, el nacimiento de un hijo, una mudanza, etc. Por último, tanto los factores predisponentes como los precipitantes se combinan con un tercer conjunto de factores, los llamados “perpetuantes”. Éstos son los que alimentan a la ansiedad en el día a día.
En cada persona se da una combinación particular de estos tres factores, que pueden manifestarse como ansiedad. La predisposición que alguien tenga para sufrir ansiedad marca solamente una tendencia o “inclinación a” padecerla; y que los seres humanos somos por naturaleza capaces de cambiar. Esta cualidad también puede observarse en el cerebro que, aún en edades avanzadas, o incluso tras haber sufrido traumatismo craneal, es capaz de establecer conexiones neuronales nuevas. De acuerdo a esto, la tendencia a sufrir ansiedad de ningún modo signa el destino de una persona. Además, considerando la elevada eficacia de los tratamientos específicos para la ansiedad, sabemos que es mucho lo que puede hacerse para regularla.
El mecanismo de la ansiedad, que todos los humanos tenemos impreso en el cerebro, fue diseñado para protegernos. En algunos casos aún resulta útil, y también necesario. Supongamos el caso de que una persona va cruzando la calle ensimismada mirando el celular, y de pronto escucha un bocinazo de un coche que está a punto de atropellarla. En ese caso, gracias a la respuesta de ansiedad, que se desencadena en menos de un segundo, es que logra alcanzar de un salto la vereda de enfrente. La respuesta de ansiedad sería, a nivel corporal, en este caso: irrigación sanguínea a las piernas, taquicardia y aumento de la presión arterial. Y además la mente dando la señal de alarma, al reconocer el peligro inminente. Esta reacción es lo que permite escaparse del peligro. Ahora bien, supongamos el caso de un músico a punto de salir a escena: se siente “activado” por la ansiedad, percibe a la situación como un desafío, orienta sus destrezas a dar lo mejor de sí, y logra dar un buen concierto. En ambos ejemplos, la ansiedad resulta constructiva y necesaria.
Ahora bien, resulta que este mismo mecanismo podría, en otras circunstancias, volverse en nuestra contra. Es cuando la ansiedad resulta injustificada de acuerdo a la situación, por ejemplo cuando nos preocupamos por un peligro que no existe, o bien cuando resulta desproporcionada. Ejemplo: una reacción de terror ante una pequeña araña inofensiva.
En casos como éste, podríamos afirmar que la ansiedad se vuelve improductiva. Es decir que, aquello mismo que nos ayuda en algunos casos, en otros se vuelve contraproducente.
Para ilustrar esta idea, podríamos comparar a la ansiedad con una alarma de incendio. Supongamos el caso de que la alarma se active ante el vapor de una pava hirviendo. Se desencadena el ruido de la alarma, las luces, y los rociadores buscando combatir el supuesto incendio. Una alarma descalibrada no distingue a una pava hirviendo de un incendio real. Actúa, en ambos casos, como si se tratara de lo mismo. Podemos decir, entonces que esta alarma activada, no indica necesariamente que haya un incendio. Si se activa la alarma en ausencia de incendio, puede decirse que el mecanismo está desregulado. Del mismo modo, en la ansiedad patológica (o contraproducente) se desencadena un sistema de alarma en ausencia de un peligro que lo justifique, o de manera desproporcionada en relación a tal peligro.
La ansiedad tiene distintas maneras de manifestarse. Los efectos de la ansiedad ocurren tanto a corto plazo: ej. frente a una situación puntual que la desencadene (ej: asistir a una entrevista laboral), como a largo plazo, cuando el mecanismo queda instalado de forma crónica y se realimenta a sí mismo. A nivel físico, la ansiedad aparece mediante: contracturas musculares, aumento de la presión arterial, palpitaciones, sudoración. Los síntomas físicos se corresponden con este mecanismo de “estar en guardia”, luchar, huir o paralizarse. A nivel mental: la sensación de estar siempre alerta, o bien, percibiendo peligros, con preocupaciones incesantes o improductivas, dirigidas hacia el futuro.
Cuando la ansiedad perdura más allá de los estímulos que le dieron origen, puede instalarse un círculo vicioso que se realimenta a sí mismo. Cuanto más se le da de comer a la ansiedad, más crece, cuando se deja de alimentarla, se hace más pequeña, se va desactivando o va perdiendo fuerza. La ansiedad se perpetúa de varias maneras. Por ejemplo, manteniéndose en constante actividad, saturándose de ocupaciones, o de información, postergando actividades, no dándose el espacio para detenerse a observar “qué me pasa”.
La terapia específica para la ansiedad actúa cortando eslabones de este círculo vicioso, desactivando a la ansiedad, y también alimentando el sistema contrario, la respuesta de tranquilidad.
Sentir que lo que hago nunca es suficiente, o que voy demasiado lento. Sentirme empujado/a a moverme constantemente, tal como un hámster dentro de su ruedita, sin importar demasiado la dirección, ni la calidad de mis acciones.
Sentir que nunca tengo tiempo para nada, que mi mente está siempre saturada.
Postergar: posponer cosas que son importantes para mí.
Buscar siempre demasiado lejos, más que en el aquí y ahora. Ej: “el día en que yo logre tal cosa…”, o “el día en el que se den ciertas circunstancias, voy a poder…”.
Estar más pendiente del resultado que del proceso. En otras palabras, centrarse más en el destino que en la pequeña acción que me toca dar en este momento.
Los dos últimos puntos significan: estar más en el futuro que en el momento presente. En otras palabras, dificultades para estar presente en el presente, por encontrarse siempre focalizado en lo que vendrá (aunque sea dentro de unos instantes).
Percibir a la ambigüedad como peligro: Estar atento a las posibles amenazas. Focalizarse en los potenciales peligros, más que en el panorama completo de una situación.
Luchar contra la incertidumbre, en lugar de aprender a convivir con ella. Dificultad para notar que hay muchos factores que, a pesar de nosotros, no dependen de algo que podamos llegar a controlar.
Sensación de estar permanentemente con la guardia en alto, o en alerta, como si algo malo pudiera llegar a suceder.
Preocuparme como manera de afrontar los problemas: Es decir, confundir el “preocuparse” con el “ocuparse”. “Me preocupo por si acaso”, o bien “si yo bajara la guardia, las cosas serían mucho peores”.
Catastrofizar como única alternativa y la peor de todas: Exagerar la peligrosidad de las circunstancias: “lo que va a pasar será necesariamente algo terrible”. “Lo que va a pasar tendrá consecuencias irreversibles”. “Lo único que podría pasar es lo peor de todo”. Dificultad para ver alternativas más moderadas.
Minimizar los propios recursos de afrontamiento: “Si pasara (algo terrible) no sabré como sobrellevarlo, o no podré soportarlo”.
Los humanos tenemos una tendencia natural a alejarnos de aquello que resulta incómodo, displacentero, desagradable o doloroso. Supongamos que una persona siente miedo intenso al subirse a los ascensores, y cada vez que lo hace siente palpitaciones, sudoración y tensión muscular, mientras su mente dice «podría quedarme atrapado y no poder salir». Ahora bien, según esta lógica, esa persona se baja del ascensor inmediatamente, y la ansiedad desaparece. O bien, evita completamente subirse a un ascensor. El problema es que en la mente de esa persona se refuerza la idea de que «evitar ascensores significa solucionar la ansiedad». Ahora bien, sabemos que esta solución es solamente transitoria, y además problemática, porque incrementa la probabilidad de que la persona se baje del ascensor inmediatamente cada vez que siente ansiedad en un ascensor. Así se arma un círculo vicioso donde: cuanto más se evita aquello que causa miedo, más difícil se vuelve pensar que justamente la solución es la contraria. Entonces, la evitación solamente sirve para postergar el problema y alimentarlo. El tratamiento de la ansiedad (que incluye al miedo), implica necesariamente ir acercándose de a poco a aquello que causa miedo. De esta manera, se habilita la oportunidad de corroborar que, quizás el miedo no está tan justificado como se suponía (en el ejemplo: «al final parece que tomar ascensores no es tan peligroso»). Además, de esta manera, la persona observa que el miedo (o la ansiedad) no suelen escalar hasta un umbral intolerable, sino que, permaneciendo en la situación, nota que en algún momento el miedo baja a niveles más tolerables. Adicionalmente, la persona nota que existe una alternativa a la evitación. Por otro lado, la persona experimenta, en carne propia, que es capaz de tolerar esa situación. En suma, una de las maneras más importantes de combatir la ansiedad es ir acercándose gradualmente a esos miedos. El término técnico para este ejercicio es «exposición». Y debe realizarse «en vivo y en directo», pues la modificación más profunda se obtiene al hacer algo distinto (en el ejemplo: permaneciendo en el ascensor), y no solamente pensar en ello. La psicoterapia específicamente dedicada a tal fin diseña, según cada persona, los ejercicios necesarios para que se vaya acercando gradualmente a sus miedos.
El primer paso es detenerse a notar lo que me está sucediendo en este mismo momento. Registrar lo que me está pasando ahora es el primer paso para poder hacer algo con ello. Algo tan simple como esto tiene el poder de interrumpir el círculo vicioso de la ansiedad y abrir la posibilidad de hacer algo diferente con ella. La actitud contemplativa suspende por un momento el piloto automático en el cual la ansiedad nos conduce permanentemente. Se trata de observar, más que de reaccionar frente a lo que me está sucediendo. Mindfulness habilita la posibilidad de observar mediante una actitud abierta y curiosa. ¿Cómo se hace? Primero me detengo de lo que estoy haciendo, cierro los ojos, y hago un par de respiraciones conscientes (con exhalaciones lentas, y sin retener el aire). Luego preguntarme: ¿Qué me está pasando? Esta pregunta básica se descompone luego en tres niveles que la profundizan: ¿Qué está sucediendo en mi cuerpo? Ej. Siento palpitaciones en el pecho, siento un nudo en la garganta. El segundo nivel es el emocional: “¿Cómo se llama esta experiencia emocional que estoy sintiendo?” Ej: miedo, preocupación, enojo. Por último, la tercera pregunta: “¿Qué ha estado diciendo mi mente recién?” ej: “Mi mente estuvo diciendo que, si sucede tal cosa, me pasará algo terrible”. La eficacia de este autorregistro se potencia muchísimo si se realiza por escrito.
Una vez realizado el ejercicio del autorregistro, a nivel corporal, emocional y mental, se complementa con la pregunta: “¿de qué manera estoy tratando a esta experiencia desagradable?” Supongamos el caso de que estemos en nuestra habitación, dejamos una vela encendida, el viento sacude una cortina, y la cortina se prende fuego. ¿Cómo se procede aquí? Combatiendo el fuego, o huyendo. Un incendio nos obliga a reaccionar. En cualquiera de los dos casos, estamos reaccionando frente al incendio, tras haber comprendido que: se trata de algo peligroso. La peligrosidad que supone es urgente. Cuando proponemos preguntarnos “¿qué hago con mi ansiedad cuando mi ansiedad aparece?”, siguiendo el ejemplo cabría preguntarse “¿no será que estoy tratando a mi ansiedad de la misma manera que si fuera un incendio?” Es decir: “me siento obligado a reaccionar frente a ella, y me siento obligado a reaccionar de manera urgente”. Frente a la ansiedad, lo más espontáneo es tener la actitud natural de tratarla como si fuera un incendio: sea intentar combatirla, o huir de ella: ej: “necesito tomar un ansiolítico porque no la voy a poder soportar”, “debo pensar en otra cosa para que no se me aparezcan tales imágenes en la mente”. En este sentido, preguntarme, por ejemplo: ¿de qué maneras intenté hasta ahora “sacarme de encima” el problema? ¿Cuántas veces lo hice? ¿Y qué resultados obtuve?
Naturalmente, todos tendemos a huir o a rechazar las experiencias desagradables. Ocurre que aquellos mecanismos activos de evitación no hacen más que agravar el problema y son parte del círculo vicioso de la ansiedad, tal como si fueran arenas movedizas: cuanto más intento salir de ellas, más me hundo. Es necesario observar que esta actitud hacia el malestar multiplica el problema, en lugar de ser parte de la solución. El paso siguiente es contemplar la siguiente pregunta: “¿puede ser que la actitud que estoy teniendo hacia lo que me pasa influya sobre lo que me pasa?” En términos más concretos: “¿puede ser que mi manera de tratar a mi ansiedad sea justamente lo que la alimenta?”. La evidencia de esto es que, si me sigue pasando, quizá sea en parte porque vengo intentando mecanismos infructuosos para “combatirla”. En un tratamiento psicoterapéutico especializado se logra notar de qué manera la actitud que tengo frente a lo que me sucede influye sobre ello. Y luego, se trata de poder convivir con la ansiedad de un modo menos problemático, volviendo al ejemplo anterior, dejar de tratarla como si fuera un incendio.
Tal como se dijo en el apartado de arriba, la ansiedad empuja a reaccionar frente a ella. Y en segundo lugar, tratar a la ansiedad como si fuera un incendio es análogo a querer apagar un incendio con kerosén. Es decir, la actitud reactiva es parte del problema, no parte de la solución. La actitud que propone mindfulness hacia la propia ansiedad, en cambio, es la de contemplar lo que me sucede. Contemplar en lugar de reaccionar. Se trata de observar la experiencia interna con apertura y curiosidad: observarla con la misma actitud con la que se observaría a una puesta de sol. ¿Qué se puede observar? Por ejemplo, las sensaciones corporales. Ej. mientras estoy asustado/a, noto una presión en el pecho. La propuesta sería, por ejemplo, tratar a esta incomodidad como un fenómeno curioso, novedoso o interesante. Cuanto más se refuerza esta actitud contemplativa, más se desactiva el mecanismo reactivo al que me empuja la ansiedad. Además, como mindfulness nos conecta con la experiencia sensorial inmediatamente presente (externa e interna), la mente es traída nuevamente al presente. Este mecanismo contrarresta la tendencia espontánea de la ansiedad, que nos empuja siempre a estar en el futuro (ej: preocupada por lo que podría pasarme dentro de unos minutos si mi corazón sigue latiendo fuerte). En suma, los primeros pasos para mejorar la ansiedad que el mindfulness provee son: fortalecer la auto-observación (ej: «mi mente está diciendo que…»), y aumentar la conexión con el momento presente, más allá de todas aquellas preocupaciones que cuenta la mente.
Como se dijo al principio, la ansiedad involucra no solamente un tipo especial de pensamientos, sino un mecanismo corporal diseñado ancestralmente, llamado de «lucha-huida-parálisis». Mientras este mecanismo está activado en nosotros, nuestra mente señaliza peligro, y nuestro cuerpo se prepara, literalmente, para una lucha o una pelea. Ahora bien, la respiración también participa de ese mecanismo, colaborando con tal reacción. Cuando estamos muy ansiosos o asustados, respiramos de cierta manera particular: rápidamente, en la parte alta de los pulmones, y de manera superficial. Este mecanismo completa el círculo vicioso de la ansiedad: la mente percibe «peligro», y el cuerpo reacciona corroborando la existencia de tal peligro. Ahora bien, respirando de la manera opuesta a la que uno respira cuando está ansioso, se logra activar el mecanismo antagónico a la ansiedad: el mecanismo que nos hace tranquilizarnos. Las características de esta respiración son: más profunda, más lenta, y en la parte baja del pulmón. Esas son las tres características de la respiración diafragmática.
Según lo antedicho, el círculo vicioso que se genera en la ansiedad es el siguiente: cuanto más percibo peligro, más me asusto, cuanto más me asusto, más peligro percibo. Ahora bien, mientras uno está asustado, uno no está pensando claramente. Bajo un estado emocional intenso, aumentan las distorsiones cognitivas, o las llamadas «trampas del pensamiento». En la ansiedad, típicamente se dan las siguientes:
- Exageración de la probabilidad de que suceda algo malo.
- Exageración de las supuestas consecuencias de lo malo que podría pasar.
- Focalización excesiva en lo negativo, obviando lo positivo de las circunstancias.
- Dificultad para pensar en alternativas más moderadas y menos rígidas.
- Subestimar lo que podría hacer yo, llegado el caso de que se diera eso malo que anticipo.
Ahora bien, estos estilos de pensamiento pueden moderarse mediante ejercicios que requieren detenerse a reflexionar y cuestionarlos. Es recomendable hacer estos ejercicios por escrito. Las preguntas para contestar son:
- ¿A qué le tengo miedo en este momento? Noto las sensaciones físicas, imágenes y pensamientos que aparezcan.
- ¿En qué medida me creo lo que dice mi mente, mientras pienso en esto que me asusta, tal como si fuera la verdad absoluta? (de 1 a 10)
- ¿Qué pruebas tengo de que lo que me asusta va a darse sí o sí?
- ¿Qué pruebas tengo de que lo que me asusta va a tener consecuencias tan malas, o tan duraderas?
- ¿Existe una manera más moderada de ver la misma situación?
- ¿Si esto que supongo es efectivamente comprobable, existen otros pensamientos que me resulten más productivos?